lunes, 23 de julio de 2012

EL DESTINO ÚLTIMO DEL HOMBRE


EL DESTINO ÚLTIMO DEL HOMBRE





Que la vida humana es una peregrinación hacia un término final que llamamos muerte es un fenómeno de observación cotidiana. El hombre nace, vive y muere. Recorre un ciclo vital, en fuerza de su misma constitución biológica, por su mismo ser-en-el-mundo. “Todo lo que nace merece perecer” dijo Goethe[1].
Este escrito trata la pregunta ontológica, que tantas veces se hacía Miguel Unamuno: si cunado nos morimos, nos morimos del todo. Formulado de otra manera: la muerte es ciertamente la corrupción del cuerpo ¿qué sucede entonces con el espíritu?, ¿fenece también?, ¿pervive?

El problema de la supervivencia post mortem a preocupado siempre a los hombres. Muchos pueblos primitivos enterraban a sus muertos con alimentos y ofrendas para su ulterior supervivencia. El hinduismo y el jainismo de las religiones de las religiones indias, y el orfismo de los griegos antiguos admitían la transmigración de las almas o reencarnación. En algunas filosofías griegas, desde Pitágoras, se pensaba en el eterno retorno de los individuos y de la historia, teoría que el siglo XIX recuperó Nietzsche: la vida sería un proceso circular inacabable en el que todo se repite.

Platón influido por el orfismo, escribió uno de sus más bellos diálogos, El Fedón, para defender la inmortalidad del alma y en esa dirección están también los Neoplatonianos.  Epicuro intentó liberar a los hombres del  miedo a la muerte porque mientras vivimos ella no existe y cuando llega ya no existimos nosotros, convencidos de que la muerte es el fin total ya que era materialista como Demócrito. Sócrates muere sereno persuadido de su inmortalidad.

Los cristianos, apoyados en la revelación de Jesucristo admiten la vida después de la muerte, sin embargo, para ellos la inmortalidad no es como para los platónicos, un retorno a una condición anterior sino en el acceso a una posesión plena y eterna de la Suma Verdad y del Sumo bien que es Dios, o por el contario, la pérdida irremediable de ese Sumo bien. Kant la define como un postulado necesario para explicar el hecho moral. Es singular la postura de Marx y de los marxistas. Por su materialismo niegan la pervivencia después de la muerte, pero piensan que eso es menos importante; la muerte es el tributo que el individuo tiene que pagar a la especie. No importa que él muera. La especie es más valiosa, ella es eterna. Los individuos tienen que vivir para la especie y mejorarla, sabiendo que ellos volverán al polvo del que nacieron por evolución.
No hace falta decir que en la época moderna y contemporánea niegan la inmortalidad cuantos niegan la substancialidad real del alma o su cognoscibilidad: panteístas, empiristas, positivistas, actualistas, conductistas, fenomenistas, existencialistas, estructuralistas, vitalistas, etc. Filósofos y sobre todo científicos dan por supuesto que muerte equivale a aniquilación. Pero se les podría preguntar: ¿Cómo lo saben? Están presuponiendo que todo lo que desaparece del campo del campo de nuestra experiencia sensible queda aniquilado. Pero ese presupuesto es inverificable. Se puede contrarguir que tampoco tenesmos experiencia de la supervivencia post mortem y es verdad, no la tenemos, no tenemos experiencia sensible de que un alma subsista sin cuerpo. Pero de ahí no se sigue que sea imposible. Quiere decir  que tenemos que buscar la solución por otras vías que son las racionales. Actuamos así en otras áreas de saber.

Se exponen a continuación las buenas razones que, desde un buen análisis filosófico se tienen para garantizar la pervivencia del alma después de la muerte.

Se puede afirmar que la inmortalidad del alma humana es natural como consecuencia de la misma naturaleza del alma. Se afirma que el alma es la forma substancial de la materia prima humana. Pero también se afirma que es la forma de una naturaleza inmaterial. La forma de un ser inteligente y libre no es como la forma de un ser inorgánico o de un ser orgánico y vegetal o animal. Si se destruye una computadora es evidente que se destruye toda ella, se pulveriza la materia y desaparece la máquina, desaparecida la materia y la forma, o sea, aquella entidad metafísica por la cual la máquina era una computadora y no un microondas. Si talamos un árbol, o si con el automóvil atropellamos un perro, queda destruido también su principio vital al que podemos también llamar su forma. Era un ser material y todo él queda destruido. En cambio, la forma humana es distinta. Se ha dicho ya que la forma humana, que llamamos alma, es una substancia y una substancia inmaterial, lo que significa que no tiene partes, que es simple. La corrupción o descomposición solo puede darse donde hay composición. El alma no es una composición, es más bien lo que compone (informa) una materia múltiple e informe. No está sujeta a cambios substanciales, perdura en su ser durante la vida, aunque el cuerpo se transmuta continuamente, según lo demuestra la ciencia moderna. No se ve cuál puede ser el principio de la corrupción o desintegración de un ente inmaterial. Solo se desintegra lo que está integrado.

A veces se habla de la posible aniquilación del alma, pero no se conoce el la naturaleza ningún caso de aniquilación de lo existente. Ninguna criatura puede aniquilar a otra ya que aniquilar es reducir a la nada, pero eso solo es posible por la sustracción del concurso del Ser Absoluto por el que todo recibe el ser y permanece en él.

Si se admite la aniquilación del alma como ente substancial e inmaterial, la afirmación de que en la muerte y de que con la muerte es aniquilada por sí misma, o por la destrucción del cuerpo es una afirmación sin prueba alguna. Nada nos permite afirmar que la muerte del hombre es igual a aniquilación.

Tampoco tenemos motivos para pensar que la aniquile Dios. En primer lugar porque el alma inmortal aun separada del cuerpo puede, de suyo, seguir ejerciendo sus funciones de conocer la verdad y de amarla y de amar el bien y de manera mucho más perfecta que mientras está unida con el cuerpo. Si Dios no aniquila otros seres ¿por qué aniquilaría el alma?

Pero hay otra razón más conveniente, que brevemente puede sintetizarse así: Dios es persona. Si es persona es amor porque solo el amor realiza plenamente a la persona. Si es amor no puede menos de amar a sus criaturas inteligentes y capaces de responder al amor. Si ama a los hombres es impensable que los aniquile, ¿para qué nos habría creado?, ¿para jugar con nosotros?, ¿para mantenernos un tiempo en la Tierra sin finalidad alguna y luego de un papirotazo enviarnos a la nada? La persona humana sería un muñeco en las manos de Dios. Es impensable. Sería contra la bondad y el amor que son la esencia misma de Dios. Escribió acertadamente Gabriel Marcel: “Amar a un ser es decirle, tú no morirás”[2]. También Miguel de Unamuno escribe: “Quien a otro ama es que quiere eternizarse en él”[3].

Se confirma lo dicho con la realidad innegable de la tendencia de todo hombre a la felicidad total. Es un apetito innato tan fuerte que nadie puede sustraerse a él. Nunca podemos sentirnos plenamente saciados en esta vida, aunque no sea más que por cualquier satisfacción que experimentemos, por planificarte que sea, es transitoria, limitada y caduca. Tanto más que los apetitos más poderosos de la persona (si vive como persona) son hacia la plenitud de la verdad, del bien y del amor. ¿Podemos representarnos una frustración total de esas tendencias innatas? ¿No sería esa frustración un nuevo argumento contra la Bondad divina, contra la esencia misma de Dios?

A estor argumentos puede todavía añadirse una poderosa razón de orden jurídico y moral. Es claro que en la vida presente no se da una justicia perfecta. Con frecuencia las personas honestas son víctimas de las injusticias y vejaciones físicas o morales o viceversa, hombres sin conciencia cometen crímenes y violan las leyes divinas y humanas sin que reciban ninguna sanción proporcionada. Toso los siglos, pero particularmente el nuestro, es testigo excepcinal del gravísimo desequilibrio moral de que son los hombres, pero sobre la Tierra no existe una justicia completa. El recto orden moral, por su parte, exige una retribución proporcionada, sea para el bien sea para el mal moral. De lo contrario permaneceríamos en una enorme y continuada injusticia y sería lo mismo practicar la virtud que ejercer el crimen. Este hecho real es uno de los que principalmente ha llevado a los hombres, de todos los tiempos y razas, a una persuasión constante y universal de que tiene que existir otra vida después de ésta  Karl Jaspers escribía: “en todos los tiempos, los hombres han creído en una vida ulterior y todavía hoy creen (…) el hecho de  que hombres entre los mejores y los más sabios, a lo largo de miles de años, hayan creído en la inmortalidad, debe hacernos prudente”[4]

Parece, pues, por el conjunto de argumentos, que hay que admitir una pervivencia del alma post mortem. Es claro que esta tesis da por supuesto la demostración de la existencia de Dios que se hace en teología natural, de su naturaleza como plenitud de la Verdad, del Bien y del Amor, y de su Providencia sobre todos los seres que han brotado de su acto creador. Max Scheler que el onus probando  no recae sobre los que pensamos que el alma pervive sino sobre los que la niegan, ya que las razones están mucho más en favor de la inmortalidad: “Yo creo, escribe, que el alma continua viviendo porque no tengo motivos para suponer lo contario y se cumplen en esta evidencia mía las características esenciales de la persona.

En cualquier caso, es la inmortalidad lo que da sentido y valor a la vida humana, porque es lo que confiere la esperanza. Si con la muerte se acabase todo, la vida no valdría casi nada, y el bien no se distinguiría del mal. Ni siquiera la perspectiva de Marx nos salvaría del pesimismo. Él escribe: “la muerte parece ser una dura victoria del género sobre el individuo y contradecir la unidad de ambos, pero el individuo determinado es solo un ser genérico determinado y, en cuanto tal, mortal”[5]. Que, en términos más sencillos, quiere decir que la muerte del individuo no tiene importancia porque pervive y mejora el género humano como ya se ha dicho. Pero si no se salva el yo singular ¿de qué le sirve a cada uno que se salve el género humano? Si al final todos volvemos al polvo ¿qué sentido y qué valor tiene el esfuerzo humano y la historia?

No queda más que un dilema: o pesimismo absoluto u optimismo absoluto. O todo perece con la muerte o todo alcanza sentido y valor eterno con la muerte. Todo nuestro ser se revela contra ese pesimismo y, por eso, nos inclinamos decididamente por el optimismo. Es mucho más humano y divino.








[1] Fausto, p. I, esc. 3°
[2] G. MARCEL, Homo viator, París 1904, 402.
[3] Del sentimiento trágico de la vida, cap. III, Madrid 1950, 492.
[4] K. JASPERS, en N.M. LUYTENS, Unsterbichkeit, Neuchatel 1958, 46.
[5] K. MARX, Manuscritos, Economía y filosofía, Madrid 1968, 147.